Seguidores

sábado, 23 de agosto de 2014

Sexta leyenda: El sabio de la montaña

Era una tarde de Agosto en los calurosos montes cercaons al desierto de Monegros, en la provincia de Huesca; más allá de los Llanos de la Violada el sol caía asesino de las ropas y anfitrión de los sudores sobre el pico más alto de la zona, que se mal-llamaba el Monte Oscuro. 

Un hombre sin camisa ni zapatos movía de un lado a otro una enorme piedra buscando que al agacharse junto a ella le llegase media sombra para resguardarse. Él vivía allí, alejado de todo y de todos, con la piel cuarteada de quemaduras y sorbiendo el barro de los hoyos profundos para beber el poco agua que conseguía obtener. Vivía todos los días sediento y pasaba las noches al raso; pero él había elegido aquella vida. Sus padres habían intentado marcarle un camino, sus novias intentaron venderle opiniones ajenas y sus profesores se obsesionaron con que aprendiera conclusiones de gente muerta hacía muchos años.

Un día decidió dejar toda esa vida difícil de pensar y pensar y no hacer nada y se fuer sin rumbo, quería hacer cuanto pudiese en un lugar más sencillo. "¿Que hay más sencillo que el desierto?" pensó al plantearse aquella vida, puesto que al imaginarse el desierto tan sólo le venían a la cabeza tres elementos: Sol, cielo y arena.

Tras pasar en el desierto un par de días pensó que podría ser el rey de la montaña más alta que hubiese, y hacer así su Reino Simple, sin bandera ni coronas ni tan siquiera población más que uno.

Todo eso estaba escrito en una piedra que encontré en lo alto del Monte Oscuro cuando me perdí por aquellos lares, más arriba, en la cima, encontré a un señor con los dedos cruzados en las oquedades de los dedos de la mano contraria y la mirada perdida.

Al igual que las ideas ajenas y los prejuicios que siempre negó, él también se había convertido en momia.

lunes, 9 de junio de 2014

Quinta leyenda: Los viñedos del ruido

Eran los albores de la humanidad, una tribu que había nacido en lo que hoy es Ruanda había llegado a los eternos viñedos y trigales de lo que llamamos Albacete.  Llevaban vidas huyendo, puesto que las tribus de Kenia y del Congo estaban listas para la guerra y querían hacer lagos de sangre donde los leones fueran a beber y así matarlos para comer la carne de los animales más fuertes.

Tan sólo llegaron al otro lado del Estrecho un puñado de los que partieron. Los hombres que perdieron a sus mujeres amaron a sus hermanas, amaron a otros hombres, amaron incluso a sus padres y a sus hijos, y los que no pudieron amar a nadie se amaron a manotadas con los espíritus de los muertos en las noches que estos se aparecían.

En esa tierra hacía frío, dejaron de andar hacia el norte cuando comprendieron que en el norte vivían los vientos helados de los dioses sin sangre que echaban el aliento porque vivían cansados, y así empujaban un frío viento contra ellos. Allí todo era frío y raro. 

Los otros hombres que allí habían eran peludos como ñus, miraban con ojos lejanos y gritaban con gargantas que decían palabras distintas. Los pieles blancas vivían a un lado de las vides y los pieles negras al otro, jamás hablaron hasta que llegó el día del guepardo.

Los pieles negras no habían olvidado la cuenta de sus días y esa misma noche el guepardo debía ser invocado para que trajera a los difuntos. Los hombres solitarios sonrieron todo el día ansiando que el Sol cayera y prepararon las pieles de guepardo que habían conseguido salvar en la travesía.

Al anochecer, un hombre vestido de guerpardo, con la cara tapada por una máscara de madera y por el resto dessnudo, esperaba inmóvil frente al fuego. De entre las sombras de una cueva surgió una mujer también vestida de guepardo y se puso frente a él, separados por el fuego. Los pieles blancas veían de lejos sin saber que hacían los pieles negras. Uno de los últimos cogió dos ramas de olivo y golpeó el suelo con ellas: Primero una, después la otra, la primera, la primera, la otra... Otro de ellos sopló por el cuerno vacío de una cabra siguiendo los golpes de la primera rama y un tercero gritaba con los golpes de la otra... Los vestidos con las pieles de guepardo comenzaron a bailar con los brazos y las piernas y pisaron el fuego hasta extinguirlo. Ya sólo quedaban los sonidos y la luz de la luna.

Entonces las manos de los pieles negras sevolvieron de fuego y al tocar el suelo lo hacían retumbar y seguir el ritmo, y al tocar los árboles recrujían, y al tocar a otros, los tocados rugían desde su corazón y las voces dejaban de escucharse en pos de aquel ritmo mágico que ya les guiaba a todos las pautas de sus movimientos. Los pieles blancas se acercaron, no tenían miedo, estaban alegres cuanto más cerca estaban y entonces comenzaron a tocarles a ellos.
Las dos pieles se hicieron blancas y se les cayó la mayoría del pelo, los disfraces de guepardo se peridieron en la noche y se amaron los unos a los otros, pues ya fueron todos iguales. Los espíritus pudieron abandonar el mundo de los vivos y ser amados por los que antes que ellos fueron espíritus en el mundo de los dioses.

Nació así la música, nacieron así los primeros pobladores de aquella tierra que nacía más allá de la tierra de donde vinieron aquellos extraños visitantes de más allá del mar. Esa tierra se bautizó con la unión de los nombres de los baliarines vestidos de guepardo, el se llamaba Eur y ella era Opa.
 

miércoles, 23 de abril de 2014

Relato por Sant Jordi

Pablo paseaba por el puerto de Santa María, era 1957 y faltaba una semana para Miércoles de Ceniza. Cádiz celebraba su carnaval y por unos días, o mejor dicho, unas noches, los problemas quedaban a un lado para despertar al día siguiente. Sus padres le habían dado unas cuantas pesetas para comprar regaliz, a él apenas le gustaba el regaliz pero sabía que era un pretexto para que sus padres celebraran el carnaval a su manera.

Paseaba por las barracas del puerto entre gritos de chirigotas y vino peleón desparramado por los suelos.
Unos gitanos daban palmas en una barraca cercana y otros que los miraban se palpaban los bolsillos como si estuvieran nerviosos. Uno con cara de cabreado sacó del bolsillo una navaja que relució bajo la luz de los faroles, hasta que otro gitano con el pelo más largo le bajó la mano mientras le agarraba la nuca con la otra mano, le reprendía muy cerca y le echaba salivazos al hablar.
Un payaso exhausto llenaba globos a pulmón y buscaba a quien se los comprara sonriendo a todo el que pasaba.
Tocaban las 10 de la noche y en breves la gente se recogería. Pablo miraba un puesto en el que unos viejos enjutos rascaban las guitarras mientras una chica vestida de sevillana taconeaba con una mirada que parecía desafiar a los ojos que se tropezaran con los suyos. Pablo la observaba ratos tan largos como podía, hasta que ella giraba en su dirección y él le bajaba la mirada. Un cura bebía al lado del tablao al grito de “!Guapa, guapa! ¡Ole, ole y ole las cosas guapas!”. Pablo, con la cabeza gacha, se miró la medalla de la Macarena que le pendía del cuello y se fue de allí por no saber donde mirar ni que hacer. Se sentó en un banco a esperar un rato y volver a casa. Un borracho se sentó a su lado:

-¿Sabes quien hizo este banco? ¡Los moros! Casi todo lo que hay en Cádiz lo hicieron los putos moros. Son muy lissstos, yo he sido legionario y te digo que para cuando tengas hijos nos comen en Melilla ¡Que ya no hay cojones, hostias! Que están las tropas amariconás, se creen que la guerra ha terminado. Dicen de hacerse amigos los moros y los maquis y acabamos todos con alfombras en las paredes y llamándonos “camaradas”.

-Vaya una panda de masones- dijo Pablo sin tener ni idea de lo que decir

-¡Exacto chico! Veo que sabes de lo que hablas ¿Fumas?-le preguntó mientras le acercaba un cigarrillo

-¡Deja en paz al crío Paco! ¿No ves que no tiene cara de fumar?-dijo una voz a sus espaldas. Pablo miró para atrás, era la bailaora del tablao; que venía sudando, con el maquillaje corrido y los brazos en jarra de lo acostumbrada que estaba a esa postura.

-Joder María ¿Y eso que tendrá que ver? Yo ya fumaba con 8 añicos, y este más cara de crío que yo entonces no tiene.

-Anda, tira pa la casa a dormir la mona.

-Chsss eh, pero porque yo quiero, que te conste-dijo mientras abandonaba la feria haciendo “eses” y hasta “oes” cuando se perdía

-Perdónalo chiquillo, es que se pone muy pesado cuando bebe.

-¿Qué?-dijo Pablo que no había prestado atención a lo que le decía

-El hombre del banco, es mi tío Paco que se emborracha y se comporta como un crío chico.

-No se preocupe señorita

La bailaora se echó a reír.

-¿Pero por qué me tratas de usted chiquillo? ¡Si sólo te sacaré un par de años! ¿Cuántos tienes?

-19

-¡Válgame la Virgen del Rocío! Pero si me sacas uno, mi alma. Con la cara de niño que tienes…

-Ya… me lo dice mucha gente-a parte de eso, no sabía que decirle-¿Tienes hora?

-Las 11 menos cuarto quillo.

-¡Hostias! ¡Que tenía que irme a y media! Ha sido un placer, eres muy guapa, hasta luego-dijo apresuradamente mientras se iba.

Pablo echó a correr mientras pensaba “¿Eres muy guapa, hasta luego? ¡Seré gilipollas!”.

Volvía a su casa mirando al suelo para no cruzar la mirada con nadie por no dar una excusa a los borrachos para buscar pelea.

-¡Tú, piltrafilla!-dijo una voz a sus espaldas

“Mierda, el sereno” pensó.

-¿Qué vienes, del carnaval tu también no? Muy callado vas, a ver pájaro, échame el aliento.

-No he bebido señor.

-¿Te he pedido que me contestes acaso? No, que me eches el aliento te he dicho lumbreras.

Pablo obedeció.

-Pues no has bebido no ¿Por qué vienes tan mustio entonces nene?

Pablo no le iba a contar que llegaba tarde a casa y que sus padres estarían despierto esperándolo porque no tenía llaves.

-Nada, la novia-mintió

-¡Bah! Con lo putas que son las mujeres mejor harías en irte al burdel, te cuesta los dineros pero al menos no te quita la cabeza.

“¿Por qué no me deja en paz este tiparraco?” pensaba Pablo.

-Anda venga, tira a la cama chaval, cuatro pajas y te olvidas de esa zorra.

-Buenas noches-“¿Por qué todos los personajes me hablan esta noche a mí?” pensó

Andaba ya con las manos en los bolsillos y siempre debajo de las farolas, llegó a su casa cerca de la calle Primo de Rivera, dio la vuelta a la esquina, sacó las manos de los bolsillos y se quedó petrificado.

La casa estaba ya negra, el hollín recubría toda la fachada y los dinteles de las ventanas se habían caído sepultando el que pudiera salir nadie. Pablo no podía pensar y respirar al mismo tiempo, apenas conseguía hacerlo por separado. Allí no había nadie, no lo entendía, por mucho que fuera carnaval; alguien debía de haber visto algo, haberse asomado a golismear aunque fuera, había charcos en el suelo, alguien tuvo que apagar el fuego para que no se derrumbara la fachada. Pero allí no había nadie.

La puerta estaba sepultada, se echó al suelo y empezó a apartar ladrillos histérico. Pegó una patada a la madera carbonizada de la puerta y entró agazapado. No reconocía el salón, la cocina tenía un hueco enorme en el techo sobre el lugar en el que antes estaban las bombonas de butano, de las cuales ya sólo quedaban jirones de metal entre los escombros que cubrían las losas haciendo un nuevo suelo. Cruzó el pasillo casi sin aire y tropezando a cada pocos pasos con los casquillos. Llegó a la habitación de sus padres y se encontró dos bultos negros encogidos sobre la cama y abrazándose. No quedaba ya nada de piel que permitiera reconocerles a quienes no los conocieran. Salió de allí sin llorar, sin gritar, completamente en estado de shock, sin saber lo que hacer, decir o pensar.

Salió de su casa en ruinas y se encontró una oscuridad envolvente y abrumadora y una ráfaga de aire frío que acompañaba a su sangre helada y más que helada. Vio entonces a lo lejos una mancha roja rompiendo la noche. Era un vestido de sevillana, era ella.

-Como son las cosas… No me imaginaba que fuera tu casa.

-¿Has sido tú?-dijo Pablo clavándole sus ojos azabaches

-¿Cómo voy a ser yo criatura? Han sido los grises, que han dado a tus padres por rojos. Mi tío me dijo que iban a hacer caza esta noche, que la gente está menos atenta, feliz y a sus cosas.

-¿Tu tío…?

-Tampoco pequeño, a él sólo le han dado el soplo

-Voy a matarlos…

-¿Quieres que te maten a ti también no?

Calló.

-¿Cómo te llamas?

Siguió callado un rato.

-Pablo-dijo al fin-como mi padre…

La sevillana le puso los brazos por encima como si fuera un abrazo.

-Yo soy María-y le abrazó dejándole caer la cabeza sobre el hombro. La rosa del pelo estaba a la altura de la boca de Pablo, le molestaría si no fuese porque ya poco le importaba-anda, vente conmigo esta noche, que hace un frío de mil demonios.

-Voy a matarlos…

-Eso no te va a devolver a tus padres Pablo-enmudeció-sólo te dará una cama de pino

-Me da igual que me maten si me los llevo por delante…

Pablo, que desde que lo abrazó María no miraba a ninguna parte bajó la cabeza, María lo achuchó, su hombro rozó la mejilla de Pablo y este se echó a llorar. Al terminar, ella lo besó.

-Vente a mi casa esta noche

Pablo no respondió, se lo llevo de la mano y le dio una vida. Pero no fue suficiente.

Trece meses después todo un cuartel amaneció en silencio y ese día, los gitanos camparon a sus anchas y se mataron escopetados y a navajazos. Todos los policías del barrio de Santa María aparecieron muertos. Encontraron a Pablo dos años después en una montaña de Jaén. Lo sentenciaron a garrote vil y lo ejecutaron mientras María le lloraba sin fuerzas para salir de su casa.


Lo mataron por haberlo encontrado en la montaña con los maquis, nadie más que María supo lo que en verdad hizo. Era ya 1960 y la gente seguía desapareciendo de las calles de España sin razones, sin que nadie nunca supiera nada. 

jueves, 16 de enero de 2014

El anciano del quinto



Cuarta leyenda:
 
Madrid, 1939

Todos pensamos en lugares abandonados, fríos, lejanos, exóticos y en los que se hablan lenguas que nadie que tu conozcas puede comprender.

Pero los lugares son tan sólo espacio físico y es la gente la que crea los mitos.

Sucedió hace poco menos de un siglo algo en la capital del país.

Ernesto era un anciano que vivía en el cuarto piso de un edificio cualquiera de Hortaleza, había acabado la guerra y a él le daba igual. Le daba igual que hubiesen ganado los franquistas, le importaba tan poco como si hubieran ganado los republicanos. Él nunca tuvo mayor problema que pagar las lechugas a un precio mayor y taparse los oídos cuando cayeron los bombardeos. Él nunca puso el puño en alto ni levantó un brazo en diagonal, nunca clamó el "Arriba España", tampoco el "Ni un paso atrás". Él tan sólo intentaba vivir como pudiera.

Su hijo no siguió su ejemplo, su hijo cogió la por aquel entonces novísima cámara de su padre y se fue al frente republicano. La primera vez que salió por la puerta le dijo que él dispararía balas y fotografías contra aquellos que querían imponerse contra lo que toda España había decidido. El hijo de Ernesto hizo fotos de la Batalla del Ebro, de las violaciones sucedidas en Málaga, de Hemingway y Jonh Dos Passos cuando tuvo el placer de conocerlos, de los barcos que exiliaron a los niños del frente republicano. Pero él nunca llegó al exilio, no pudo volver a cruzar la puerta de su casa, dos balas tenían su nombre y cuando las dispararon ya estaban enamoradas de su pecho y de su cuello. Esas balas le mancharon de carmín sangriento los labios y le prometieron quererle por toda la eternidad.

Sus fotos desaparecieron de este mundo con él.

Ernesto no volvió a salir de su casa, todos lo dieron por muerto. No volvió a hablar ni consigo mismo ni a rezar en un Dios al que ya no guardaba simpatía, sus huesos se acomodaron al hueco que con su peso él imponía en el sillón orejero de cuero y tapete blanco que su mujer le cosió antes de abandonarles a él y a su hijo años atrás.

El comunicado oficial apareció una mañana por debajo de la puerta pero él no necesitó leerlo.

No cayeron lágrimas.

Pasaban los días y todas las mañanas sin falta un gorrión picoteaba el cristal sin que Ernesto se inmutara.

Un día no sonó nada y Ernesto, sin apenas darse cuenta de que hacía, se levantó, fue hacia la ventana y encontró una pistola que aún olía a pólvora, como recién disparada. Vació el cargador y se encontró con una sola bala con una inscripción en letras plateadas: "Feliz día del Padre"

Se apoyó el cañon en el pecho y le dió la vuelta a la historia de Cristo, siendo el Padre el que se sacrificaba y el Hijo el que le esperaba con los brazos abiertos.

Disparó y su cadáver desapareció en el estallido volviéndose líquido de las lágrimas que no derramó en todo ese tiempo.

Meses más tarde, dos guardias fueron a comprobar si Ernesto había muerto y al abrir la puerta, el mar de aquella casa los desterró por siempre del edificio.

Cuando volvieron a entrar, vieron que el moho había invadido la casa, y que este adoptó la forma de las fotos perdidas del hijo que Ernesto volvió a encontrar más allá de la tierra de las penas.