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jueves, 16 de enero de 2014

El anciano del quinto



Cuarta leyenda:
 
Madrid, 1939

Todos pensamos en lugares abandonados, fríos, lejanos, exóticos y en los que se hablan lenguas que nadie que tu conozcas puede comprender.

Pero los lugares son tan sólo espacio físico y es la gente la que crea los mitos.

Sucedió hace poco menos de un siglo algo en la capital del país.

Ernesto era un anciano que vivía en el cuarto piso de un edificio cualquiera de Hortaleza, había acabado la guerra y a él le daba igual. Le daba igual que hubiesen ganado los franquistas, le importaba tan poco como si hubieran ganado los republicanos. Él nunca tuvo mayor problema que pagar las lechugas a un precio mayor y taparse los oídos cuando cayeron los bombardeos. Él nunca puso el puño en alto ni levantó un brazo en diagonal, nunca clamó el "Arriba España", tampoco el "Ni un paso atrás". Él tan sólo intentaba vivir como pudiera.

Su hijo no siguió su ejemplo, su hijo cogió la por aquel entonces novísima cámara de su padre y se fue al frente republicano. La primera vez que salió por la puerta le dijo que él dispararía balas y fotografías contra aquellos que querían imponerse contra lo que toda España había decidido. El hijo de Ernesto hizo fotos de la Batalla del Ebro, de las violaciones sucedidas en Málaga, de Hemingway y Jonh Dos Passos cuando tuvo el placer de conocerlos, de los barcos que exiliaron a los niños del frente republicano. Pero él nunca llegó al exilio, no pudo volver a cruzar la puerta de su casa, dos balas tenían su nombre y cuando las dispararon ya estaban enamoradas de su pecho y de su cuello. Esas balas le mancharon de carmín sangriento los labios y le prometieron quererle por toda la eternidad.

Sus fotos desaparecieron de este mundo con él.

Ernesto no volvió a salir de su casa, todos lo dieron por muerto. No volvió a hablar ni consigo mismo ni a rezar en un Dios al que ya no guardaba simpatía, sus huesos se acomodaron al hueco que con su peso él imponía en el sillón orejero de cuero y tapete blanco que su mujer le cosió antes de abandonarles a él y a su hijo años atrás.

El comunicado oficial apareció una mañana por debajo de la puerta pero él no necesitó leerlo.

No cayeron lágrimas.

Pasaban los días y todas las mañanas sin falta un gorrión picoteaba el cristal sin que Ernesto se inmutara.

Un día no sonó nada y Ernesto, sin apenas darse cuenta de que hacía, se levantó, fue hacia la ventana y encontró una pistola que aún olía a pólvora, como recién disparada. Vació el cargador y se encontró con una sola bala con una inscripción en letras plateadas: "Feliz día del Padre"

Se apoyó el cañon en el pecho y le dió la vuelta a la historia de Cristo, siendo el Padre el que se sacrificaba y el Hijo el que le esperaba con los brazos abiertos.

Disparó y su cadáver desapareció en el estallido volviéndose líquido de las lágrimas que no derramó en todo ese tiempo.

Meses más tarde, dos guardias fueron a comprobar si Ernesto había muerto y al abrir la puerta, el mar de aquella casa los desterró por siempre del edificio.

Cuando volvieron a entrar, vieron que el moho había invadido la casa, y que este adoptó la forma de las fotos perdidas del hijo que Ernesto volvió a encontrar más allá de la tierra de las penas.